Abrir el ojo del dragón. Una maestra japonesa en las aulas del ISA.





Taller dirigido por la profesora Oowaki Chizuko en el grupo de Aikido Habana Mushinjuku
Fotos: Masahiro Uemura (2004)

Deber con amor es aceptable
Deber sin amor es despreciable
Amor sin deber es divino.
Sri Sathya Sai Baba

A la maestra de pintura japonesa Oowaki Chizuko la conocí en el Instituto Superior de Arte, a mi regreso del Japón, cuando ya llevaba diez años de profesor en dicha institución. A lo largo de ese fructífero decenio, en innumerables ocasiones yo había impartido filosofía a los alumnos de la Facultad de Artes Plásticas, y mal que bien había llegado a entenderme con ellos, a intercambiar y compartir ideas, pero la comunicación nunca había superado los límites de nuestras respectivas especialidades, y era esa una de las razones por las que, pese a todo, siempre en el aula el alumno seguía siendo alumno y el profesor, profesor.
Durante la última visita a Cuba de la maestra Chizuko, acepté colaborar con ella como traductor en el taller de pintura japonesa que impartiría en la Facultad de Artes Plásticas, pero, como suele ocurrir con frecuencia, la práctica superó todas las expectativas y así, sin alcanzar a entender siquiera lo que había sucedido, me encontré de pronto del lado de mis alumnos con un pincel en la mano frente a un inmaculado trozo de papel blanco dispuesto a comenzar a pintar mi primer cuadro. La sencilla naturalidad de la cultura japonesa había logrado, una vez más, sin el menor presupuesto, lo que parecía un ideal o un milagro: que el profesor, sin complejos ni prejuicios, compartiera con sus alumnos en su propio terreno la experiencia inigualable de la creación artística y que más que testigo fuera, aunque solo por breve tiempo, cómplice de la creación de otra realidad.
Días mas tarde, tras clausurar el taller, la maestra había explicado durante un almuerzo en casa de una alumna rusa, las razones por las que en aquel evento se habían visto involucrados, sin sospecharlo, profesores de especialidades distintas, personal administrativo de la facultad y hasta encargados de limpieza, en una atmósfera de creación y armonía que disolvía todas las diferencias. Su especialidad había sido siempre enseñar a pintar al que no sabía, y para lograr su objetivo había ensayado durante largos años de práctica diversos métodos de enseñanza. La experiencia acabó por demostrarle que, mientras pretendió desempeñar el papel de guía controlando meticulosamente como un capataz el trabajo de los alumnos durante las sesiones prácticas, no logró obtener de ellos nunca pintura realmente buena; fue sólo cuando abandonó la permanente vigilancia y se sentó a pintar con ellos despreocupadamente, como una alumna más, sus propias obras, haciendo sólo breves pero instructivos comentarios valorativos al final de cada encuentro, que sus alumnos empezaron a producir naturalmente buenas obras. Esta manera de proceder implicaba, sin embargo, para ella una buena dosis de sacrificio, porque cada vez que era solicitada por alguno de los aprendices se veía obligada a interrumpir su propio proceso creativo y después le resultaba bien difícil volverse a “conectar” con el desenvolvimiento de su propia idea; pero pasados tres años logró acostumbrarse al nuevo procedimiento, porque a cambio de aquel sacrificio lograba por fin que sus alumnos aprendieran.
Como es propio de todas las manifestaciones de la cultura japonesa en las que se confiere enorme importancia a los arreglos preliminares o jumbi taiso, ejercicios preparatorios, las clases de la maestra Oowaki empezaban siempre por un ejercicio de meditación que, como ella explicaba, ayudaba a mejorar la visión. En una primera fase el practicante, con los ojos cerrados y las manos entre las piernas, se agazapaba hasta hacerse casi una pequeña bolita mientras visualizaba que iba penetrando cada vez mas dentro de sí, haciéndose mas pequeño hasta que desaparecía o se disolvía en la nada sin que quedara de él el menor rastro; en una segunda fase, aún sin abrir los ojos, se incorporaba suavemente y elevaba los brazos, uniendo las manos palma con palma sobre su cabeza, como el que va a zambullirse de un salto en el infinito, mientras visualizaba que se volvía cada vez mas grande y se expandía hasta fundirse con el todo, tras lo cual bajaba lentamente los brazos y por último abría los ojos. “Como pueden apreciar, el mundo se ve ahora mucho mejor”, decía invariablemente después de cada sesión la maestra Chizuko. Seguidamente, repartía los pinceles y, blandiendo el suyo como si fuera una katana, nos instaba a que cortáramos el mundo en tantos trozos como estuviera a nuestro alcance, tras lo cual el pincel se convertía en sus manos en un yari o venablo con el que debíamos agujerear figurativamente todo el universo en derredor. “Ahora que ya hemos destrozado el mundo tal y como es en torno nuestro, ha llegado el momento de pasar a la Creación”, agregaba en cada ocasión con el rostro sonriente la maestra Chizuko, y entonces nos hacía trazar en el aire desplazándonos una línea tan larga que recorriera el universo. “Pintar no es trabajo sólo de la mano, la muñeca, el codo, el brazo o el antebrazo, sino del cuerpo como totalidad”, explicaba. ¡Cuánto se parecía esta noción a la que sostenían sobre el Aikido Ueshiba Oosensei y el gran maestro Shioda Gozo, para quienes aruku sugata ga honto no Bu de aru, es decir, “la verdadera imagen del Budo era la figura del hombre caminando”. Entre la práctica de la caligrafía, la pintura japonesa y las artes marciales hay realmente muchos puntos en común. Dentro de la organicidad sistémica de la cultura de Japón, esgrimir un sable equivale a manipular un pincel. Detrás de ambos trabaja la misma energía. Mi maestro de japonés Matsuo Takeya, sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, me contaba que, cuando después de la derrota de Japón los norteamericanos recogieron las katanas y prohibieron la práctica del kendo, proscribieron también con ello el ejercicio de la caligrafía…
Durante sus clases, la maestra Oowaki insistía en la identidad de lo pequeño y lo grande, del micromundo y el macromundo. No importa, decía, que el papel sea grande o chico, la fuerza y la amplitud del trazo debe ser en ambos casos la misma. “Es más, esa es justamente la razón por la cual el que no aprende a pintar en un papel grande, nunca aprende a hacerlo en uno pequeño. Para pintar, uno tiene que crear todo un mundo, independientemente de cual sea el tamaño –grande o pequeño- del papel que utiliza.” Estas palabras confirmaban para mi asombro la justeza del principio didáctico que funciona también en el Aikido: progresar en el “camino de la armonía” significa que la técnica se simplifique primero, para desaparecer después, al tiempo que los movimientos se hacen más efectivos aunque considerablemente más pequeños, siendo el estadio mas elevado justamente el de fudo o inmovilidad, en el que la impasibilidad inconmovible del maestro es la que repele y proyecta. Pero para introducirse en ese largo camino de sutilezas y educar en sí mismo el correcto trabajo de la energía, el practicante empieza por practicar los movimientos en grande, como si fuera bajo el lente esclarecedor de una lupa. A la inversa de la máxima latina de ad augusta per angusta, “a resultados amplios por vías estrechas”, el Aikido es un camino de llegar a lo pequeño y lo angosto a través de lo amplio y grande.
Después de hacer los ejercicios preparatorios y de oír las breves explicaciones de la maestra Chizuko, lo mas difícil parecía ser encarar el papel en blanco, ante cuya blancura la mente perpleja se sentía inducida a vaciarse. Un fuerte campo de tensiones se creaba entonces por cierto intervalo entre los dos vacíos, del que emanaba después una especie de diálogo sin palabras. El primer trazo era una responsabilidad y un compromiso, porque con él se definía irreversiblemente la forma de ese mundo, la posibilidad de sus posibilidades. Después de él ya todo tendría un sentido definido y no se podría ya ni pensar ni obrar como si él no hubiera sido trazado. Con ese solo rasgo el espacio y el tiempo, dentro de cuya matriz se gestarían todas las demás categorías con derecho de existencia en ese singular universo, quedaban de una vez por todas determinados. El primer paso confería la posibilidad abstracta de hacer, pero sin un segundo paso que definiera las unidades de comprensión y creación no alcanzaría el hacer sus posibilidades concretas. Uno sentía, en lo que empezaba, que seguía intuitivamente los pasos de Proclo y Plotino…
Pero si difícil era comenzar, más difícil aún resultaba el concluir, retirarse a tiempo, no dejarse arrastrar mecánicamente por la propia inercia del proceso. “Hay un punto”, decía la maestra, “en que el cuadro empieza a contar su propia historia y ese es justamente el momento de guardar el pincel. Hay que dejar que el cuadro mismo cuente su propia fábula. Y él lo hace con una voz muy tenue, de modo que hay grandes posibilidades de no oírlo. Si en ese instante no lo escuchamos y seguimos pintando, el cuadro se malogra. Pero si nos retiramos oportunamente, se abre un espacio de diálogo entre nosotros y la obra.” Un muchacho de unos catorce años que había venido con su hermana y su madre, una modesta empleada de limpieza, pintaba un cuadro cuyo centro era un árbol, su parte superior una franja azul que simulaba el cielo y la inferior una franja verde que simulaba la hierba, cuyo verdor jugaba con el verde del follaje. A ambos lados del tronco carmelita, entre el cielo y la tierra, sendos espacios en blanco quedaban por pintar. La maestra detuvo el pincel suspendido a tiempo. “Ya está bien”, le dijo al joven. “El cuadro está terminado. Esos espacios en blanco que usted ha dejado son verdaderamente magníficos. Ofrecen una sensación de lejanía y profundidad. En la pintura japonesa lo más importante es lo que no se pinta. El espacio en blanco o ma que queda sin pintar.”
Uemura Masahiro, el discípulo japonés que acompañaba a la maestra, había estado pintando un cuadro, aún por terminar, en el que un dragón todavía sin color se elevaba majestuosamente por encima de un paisaje montañoso. La maestra aprovechó la oportunidad para explicar otra de las claves de la pintura japonesa. Utilizando a propósito una expresión en chino que aparecía en blanco en el pullover negro del Sr. Masahiro, explicó mientras nos mostraba el cuadro: “El punto final es el decisivo. Este proverbio chino garyutensei (1) nos enseña que cuando pintamos (ga) un dragón (ryu) es justamente el pintar el ojo (ten) lo que le confiere al cuadro su acabado definitivo. ‘Introducir el ojo del dragón’ en el cuadro significa metafóricamente que con incluir ese solo punto (ten) se pasa de una situación ciega en la que nada se ve a una ‘despejada’ (sei) en la que el ojo lo distingue todo. Como mismo es sólo a partir de que se pinta el ojo del dragón que este, como un todo, empieza a parecer vivo, así también el punto final de un cuadro es el retoque definitivo que le insufla aliento de vida a toda la obra.” Días mas tarde, cuando comentaba este episodio con el Sr. Masahiro, este agregó que en ese momento último es que se decide la vida o la muerte de la obra. Que el cuadro muera o sobreviva depende entonces de ese último punto en el que se abre o no por primera vez el ojo de la percepción. Uemura Masahiro, cinta negra en judo, no en balde había utilizado esa expresión tan severa que recordaba el shinkenshobu (pelea de vida o muerte, combate a espada desnuda o, literalmente, espada verdadera) de las artes marciales japonesas, situación limite en la que se entra obligatoriamente, para morir o vivir, sin dejar otra opción…
El ultimo día que pasé en La Habana con la maestra Chizuko fue un viernes lluvioso cargado de cierta melancolía. Comíamos en casa de la amiga rusa y al hacer el último brindis no pude dejar de recordar un pasaje del Hagakure, de Jocho Yamamoto: “Yasuda Ukyo hizo el comentario siguiente acerca de la última copa de vino que se ofrece. ‘Sólo el fin de las cosas es importante’. La vida entera debería parecerse a esto. Cuando los invitados se van, alargar la despedida, como quien se despide con pesar, es importante. Si este sentimiento está ausente, se corre el riesgo de parecer harto y todo el placer de la jornada se difumina. Uno debe actuar en todo momento como si lo que está ocurriendo fuera algo súmante interesante y único. Esto es posible con un mínimo de comprensión…” (2)

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[1] La frase proviene de una leyenda china que cuenta de un renombrado artista plástico de Liáng (502-557 n.e), quien ya tenía casi terminada la pintura de un dragón, y cuando en el último momento, le pintó la pupila, el dragón de pronto cobró vida y se elevó volando al cielo. “Poner la pupila al dragón”, significa, entonces, llegar al punto culminante en que las cosas obtienen su acabado.
[2] Hagakure, II, 29.
© Gustavo Pita Céspedes.
Publicado en Revista Cúpulas, 1999

Comentarios

  1. Hola Pelusa.

    Qué bonito texto nos traes este día. Me hizo pensar en esa idea de que la creación llega al artista, siempre y cuando esté abierto a escuchar sus percepciones, por auqello de que llega un punto en que la pintura parece ir tomando su ritmo propio.

    Yo nunca he pintado, o realizado alguna cosa artística. Creo que no está en mí, pero disfruto mucho pensando cómo alguien puede convertirse en un virtuoso de alguna disciplina. Parece ser que mas que cultivarse, es algo que viene desde los genes o la "naturaleza" no? Tú qué piensas?

    Saludos!

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  2. Qué hermosa sorpresa! Recuerdo ese encuentro en el dojo del sensei Gustavo Pita. Esa fue la primera vez que asistí a una demostración de aikido. La sensei Owaki, como siempre, nos dió una magnífica demostración de su sensibilidad y sabiduría. Gracias por este regalo.
    Saludos muy emocionados desde Río.

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  3. Y como dice Karlyle, ¡qué hermoso texto el de Gustavo! Lo he disfrutado de principio a fin y me habla de algo en lo que llevo muchos años: el proceso enseñanza-aprendizaje.

    Además de las extraordinarias enseñanzas de la maestra Chizuko sobre el alma de una pintura y del ojo del dragón que lo ve todo, creo como ella que el proceso de ser guía no basta si uno no puede compartir ciertos momentos con los estudiantes. Aprender con ellos es mostrar que no hay barreras y que todos tenemos que aprender una cosa u otra.

    Precisamente, hace un par de años hice un viaje con un grupo de tercero de secundaria a Oaxaca y fue verdaderamente gratificante para todos el sentarme, junto con ellos, a tomar los talleres de artesanías... es una experiencia que no voy a olvidar jamás y me parece que ellos tampoco. En fin, más allá de todo lo que me evoca el texto, me parece que en él se señalan algunas importantísimas consideraciones sobre el arte tanto de aprender como de enseñar. Un besote para ambos, Pelusilla.

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  4. Tu rinconcito lo tiene todo, el sentimiento y la ternura acumulada en tu alma en este largo trayecto, son pocas las palabras que yo puedo agregar a ese torrente generoso de experiencia y espiritualidad desbordante.

    ¡Ojalá! que las turbias nubes de la realidad cambiante y a veces ingrata, no empañe jamás la radiante luz de tus pensamientos. Esa pureza mental, que ilumina y alienta el alma de sus visitantes.
    En ese paraíso de ideas, se puede dejar abandonado como un trasto inútil, el infernal cúmulo de crisis, guerra y demás turbulencias del mundo terrenal y refrescarse en la fuente eterna del mundo del conocimiento, que después de todo, es el que nos acompañará durante toda la vida hasta el viaje final.

    Nunca tuve la posibilidad de participar en las prácticas del Sensei Gustavo Pita aunque estuve invitado miles de veces, solo tuve la oportunidad de conocer al honorable Gustavo, esposo de mi pelusita.
    Quisiera yo alguna vez haber aprovechado parte su tiempo y así quizás ahora conociera mucho mas la cultura japonesa, y en especial las artes marciales.

    En mis venas corre sangre de eterno estudiante, de persona en extremo curiosa, y en este camino voy aprendiendo todo lo que se pueda y sacando de todas las cosas lo mejor de ellas. Quizás algún día yo le pueda pintar la pupila al dragón.

    Amigo mío, no te detengas, sigue sembrando el saber.

    Te abraza muy fuerte

    Daniel Zayas

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  5. "[...] logró obtener de ellos nunca pintura realmente buena; fue sólo cuando abandonó la permanente vigilancia y se sentó a pintar con ellos despreocupadamente"

    Debe ser más que un cliché lo que voy a decir, pero sólo en la libertad puede desarrollarse bien la creatividad, no?

    "Sólo el fin de las cosas es importante"

    Bella, dura y sabia frase. Y sí, creo que esto es extensivo a todo lo que compone la vida. Curioso, justo hoy que recordaba algún final, doloroso como son la mayoría, me vine a encontrar con esto.

    Melancólico, como usted mismo rememora el sentimiento imperante aquella tarde, así ne ha parecido este bello texto.

    Saludos a los dos
    Un beso a la Pelusita

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  6. Encuentro muchos puntos de coincidencia con otros ámbitos de la creación artística. Me fue inevitable (por deformación profesional, claro está), recordar aquella frase de "las Islas Flotantes" de Eugenio Barba, donde aconseja que si se llega a perder la línea de creación d eun personaje "vivo", se recurra siempre al primer día de trabajo. Es decir: A aquel primer trazo que no representará para los demás absolutamente nada, sino solo para el creador de ese universo particular, único e irrepetible. Asimismo, recuerdo los esfuerzos sobrehumanos de mi profesora por no recargar un personaje y dejarlo ser tan solo por lo que era, sin forzarlo ni colgarle adornos que lo dejaran expuesto como un rococó incomprensible.
    Este mismi ejercicio, y sobre todo el de saber finalizar, me ha asaltado desde hace algún tiempo que empecé escribir. El ritual de "quitar lo escrito", a veces resulta hasta doloroso, pero asoma resultados de crecimiento inversamente proporcionales a las letras desechadas... hasta llegar a respetar el propio camino por el que a veces se tuercen las historias por voluntad propia.
    También me persigue esa frase tan inglesa en la cabeza que dice: "Less in more". Ojalá algún día me alcance el ejercicio d ela creación para intuir estos principios y finales.
    Gracias... una vez más.

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