Respuestas de G a las preguntas de la Lic. D.G. (II)

D.G. -¿Cuándo fundó el grupo de aikido? ¿Con quiénes? ¿Había muchachos del ISA?

G.P.- Las artes marciales son otra de las esferas en las que quizá, directa o indirectamente, se hizo sentir la influencia del Zen en la cultura cubana.
Durante mi niñez, de las artes marciales japonesas era, por lo visto, el Judo la que mejor estaba representada en Cuba. Gracias al interés y la constancia de mi padre, tuve la suerte de practicar en mi infancia, entre los cinco y los trece años de edad – es decir, durante cerca de ocho años consecutivos – este arte marcial, y recibir instrucción de diferentes profesores, de los cuales el que más influyó en mi formación fue Gustavo Reigosa, un profundo amante de la cultura japonesa que estructuraba sus clases según el programa de la Kodokan y había logrado crear en sus grupos del Parque Martí un ambiente de amor a la cultura de Japón que difícilmente podía encontrarse por entonces en otros dojos de Cuba. Gustavo insistía en la necesidad de cultivar tanto el cuerpo como la mente de sus discípulos y sostenía que el desarrollo de la destreza técnica no estaba reñido con la cultura del trato en general, ni con el ejercicio de la cortesía, en particular. Hasta donde conozco, era el único profesor en Cuba que prestaba atención a los aspectos no competitivos del Judo y que, como mismo había insistido Kano Jigoro a partir de determinada etapa de su vida, se preocupaba porque sus discípulos practicaran las formas o katas, además del combate o randori.
Se conoce que una fase fundamental y fundacional (1882) de la formación de este arte marcial transcurrió en el interior de un templo budista de la secta Jōdō (Eishōji, fundado en 1558), y que en su academia privada Kanōjuku (la cual fue creada en el mismo año 1882, tres meses antes de la Kodokan y existió durante 38 años), Kano mantenía con sus discípulos un modo de vida en extremo riguroso y disciplinado, similar al de un templo budista. Se sabe también que a principios del siglo XIX hicieron frecuentes visitas a Cuba, Maeda Mitsuyo e Itō Tokugorō, dos de los llamados “cuatro reyes de ultramar”, enviados por la Kodokan a difundir el Judo en el mundo, y que también posteriormente, a finales de los años cincuenta enseñaron su arte en nuestro país maestros japoneses como el séptimo dan Takahama Masayuki. De modo que en el ámbito de las artes marciales, esfera de la cultura colindante en diversos sentidos con el Budismo Zen, recibimos los cubanos en el siglo XX una influencia directa de Japón, cuyo impacto dura hasta nuestros días.
Explico todo esto para que el tema de la creación del grupo de Aikido no quede en el aire, como algo aleatorio y confluya coherentemente con nuestro tema central, porque es un hecho que el interés de los artistas cubanos en el Zen en las postrimerías del siglo XX es apenas una parte de un movimiento cultural mucho más amplio que se fue desarrollando durante largo tiempo.
En el arte cubano de esta época encontramos acaso no sólo la maduración de esa influencia acumulada en el tiempo, sino también el lenguaje en el que su asimilación y desenvolvimiento en la sensibilidad, y en general, en la psicología social del pueblo como parte esencial de la cubanidad, se hizo autoconciente. Y no me parece raro que el acercamiento al Zen haya sido el vehículo idóneo para expresar la autoconciencia de ese enriquecimiento de la sensibilidad nacional, porque también en Japón el Zen aportó tanto a las artes marciales, como a otros ámbitos de la cultura japonesa modos de autoexpresión y de autocomprensión que permitieron el despliegue de su autoconciencia.
Que el auge del acercamiento al Zen por los artistas cubanos haya coincidido justamente en esta etapa con una mayor influencia del Aikido en la práctica de las artes marciales con respecto a la que tenía el Judo en la etapa precedente no es, a mi juicio, un fruto de la casualidad. Detrás de estos desarrollos paralelos que ocurren en sectores diferentes de la cultura hay, según sospecho, una regularidad común: la cultura japonesa comienza a hacerse comprensible a los cubanos de un modo más profundo e integral – incluso en su propia lengua original, como culminación de un proceso de estudio concienzudo de su idioma que se inició desde los sesenta – de modo que los cubanos adquieren una capacidad de discernimiento que les permite ahora asimilar lo que viene de Japón en un nivel más alto que el meramente intuitivo, con una capacidad de valoración crítica y de selección de lo que antes asumían acríticamente por mero exotismo, curiosidad o por la simple carencia de otras opciones. En otras palabras, lo que condiciona la ocurrencia paralela de estos movimientos es seguramente un acercamiento mutuo más integral de las culturas cubana y japonesa en todos los niveles, desde las diversas esferas de la cultura material, hasta la psicología social y los estratos más elevados de la ideología, y no sólo en la dimensión más amplia de la sociedad y el Estado como un todo, sino también en las dimensiones del colectivo, la familia y los propios individuos.
Es en este contexto que se inserta precisamente la creación en diciembre de 1994, pocos días después de mi llegada a Cuba desde Japón, del grupo de Aikido Habana Mushinjuku, en el último piso del edificio habanero Sierra Maestra, que servía como sede al Grupo Parbleau, fundado por entonces por el actor cubano, graduado del ISA, Leonardo de Armas Figueredo. Al grupo se integraron desde el mismo día de inicio de las prácticas, además de Leonardo, otros integrantes de Parbleau que eran alumnos de la Facultad de Música del ISA, así como también otros alumnos de su Facultad de Arte de los Medios de Comunicación y de la Facultad de Artes escénicas. Al final de las prácticas solíamos practicar siempre la meditación Zen.

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